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La Voz, la Luz, el Gesto
Miguel Logroño
DIARIO 16 - Presentación Catálogo II Salón de los 16 Madrid, 1982.
 
Ah, la finura, Jorge Abot, el aura artificial de la palabra, del signo y del pincel. Seguro que conocen a algún fino -¿no te espante?- dispuesto devolverle el brillo natural a todo eso, inútilmente a todo eso, porque es imposible restituir lo que no existe. Algún finísimo fino, Jorge Abot, fronterizo habitante del eco y de la voz, de la luz y la sombra, del puñal y la brisa, cuando ni esto ni aquello, cuando lo primero es el verbo, no sé si hablar, el verbo, algo parecido a la acción, el acto, un gesto nada fino -ni el aroma etéreamente seco ni los salvajes frescores tropicales: agua clara-, un gesto, el acto, irretornablemente culto, groseramente culto.

Que no te confundan, Jorge Abot. Me refiero, por supuesto, los que no te confunden. Pero ya sabes que ahora se lleva mucho ir a la batalla en plan party, con dulcísimos significantes para la nocilla intelectual, qué merendilla después de alancear los convenientes fetiches con los que engrosar la quincalla de la modernidad. De la novedad. Seguro que conoces algún fino, Jorge Abot, y seguro también que tú sabrías qué hacer con ese rincón de tu casa que no te sobra; cualquier cosa menos ocuparlo con un bargueño del XVI y un ficus del XVII, ya prerrománticos, ya neorracionalistas. Tú no te confundes y tú lo vivificas -ese rincón y todos los de tu ser- sintiéndote residente de pleno en lo único que puedes hacer y no puedes dejar de hacer: pintar.

O algo equivalente en la conducta: indagar la pintura. Acecharla, llamarla, penetrarla. Rescatarle -ahora sí- su esplendor natural porque transportas la sensible consciencia de que la pintura es una naturaleza. Con unos ciclos, unos ritmos y unos comportamientos propios. Con una vida propia. Con unas magnitudes –colores, manchas, planos, líneas, grafismos- que dinamizan esa propiedad. Una naturaleza ontológicamente anterior a todo proceso mimético, que esteriliza el dilema ése de si el arte imita a, o si… Un universo sin medida, inmenso volumen nada tangencial al que hay que abrazar -no bordearlo- y detectar sus voces, y sus ecos, sus luces y sus sombras. Y apuñalarlo –con los puñales de la metafórica violencia del pintor- cuando ese universo se resiste a desinteriorizarse, y acariciarlo, al fin, con la culta caricia del arte. Con esa caricia que a los finos finísimos puede parecerles una grosería.

Que se confundan ellos, si acaso, Jorge Abot. Que se confundan los irredentos contumaces del "y esto, qué; qué representa", que jamás se preguntan "y yo, qué; que represento", dando por supuesto lo mucho y bien que les suponen a los demás y los demás no les suponen. Que se confundan quienes no son capaces de resistir el clamor de un blanco, de un azul o de un rojo, y se excitan muchísimo -aquí me equivoco yo-, no se excitan muchísimo, se excitan un poco, porque no se atreven a entender que esa a modo de caligrafía que quisiera descifrar un perfil o un mensaje intenta resolver y evidenciar desde adentro la auténtica anatomía de la pintura, del arte: la anatomía de lo indescifrable. La poderosa señal de que algo existe, aunque no sea capaz de registrarlo nuestro limitado ordenador. O el de ellos.