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El mundo de Jorge “Aureliano” Abot Luis Ángel Aubele Presentación de catálogo Galería Lucense. Buenos Aires, julio de 1969.   Puede ser que pase ayer, mañana. O siempre. O nunca. En Carmen de Areco, Macondo, Haedo. Que sea un pez que se llamó Timoteo. Un besugo que vivía acostado en el refrigerador y era modelo. Una mujer. Unas mujeres. O el guerrillero con nombre o sin nombre. Una iglesia. Un río. Un no importa qué. Tantas cosas que forman un hombre. Su última geografía con fronteras de ojos, huesos, manos y pies. El hecho es que la cosa se hace pintura. Se oscurece. Se amanece de golpe. O atardece. O se sienta en una mesa con una vieja plancha (que también es de la casa) y el besugo Timoteo. Tantas cosas. La claridad de “La Blanqueada” no es “definitiva”. Dobla la esquina una volanta oscura. ¿A quién lleva? Tal vez lo sepan las mujeres. De ojos muy muy profundos. Con manos que esperan en el regazo, en una blusa de óleo. Que se aferran a un gallo-sombra. Las mujeres esperan. Quietas. Con frustración de tarde sin sol, sin viento, sin lluvia. Sin otra luz que la piel y la clemencia del pintor. Tal vez miren la calle por las celosías. Esperan. En el cementerio ferroviario hay un diálogo oxidado de pasto y vagones viejos. Cuchichean. De pronto la represión. La tragedia se mueve. Haedo es Macondo. Todo es Macondo. Y “La masacre en la estación de tren”. ¿Estuve allí?. No termina. El “che” Guevara muere en Bolivia. Velorio con buitres y arlequines de huesos. Muchas otras cosas. Entonces aparece Aureliano Buendía, con sus pescaditos de oro colgando del bolsillo y sus bigotes y sus cananas llenas de tiros. Alguien lo confunde con Emiliano Zapata. Y puede ser. Aureliano posa estático. Solemne. Nuevamente joven. Nuevamente tras la vida. Nuevamente tras la libertad y las mujeres. La masacre de la estación es un recuerdo punzante. Cosa de no olvidar. Y desaparece Macondo. Y Haedo vuelve a ser Haedo. O Carmen de Areco. O un besugo que se llamó Timoteo. O una mujer. O una iglesia. Tantas cosas que forman un hombre.