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Francisco Calvo Serraller
Presentación del catálogo ARCO'82. Madrid, enero 1982.
 
Cuando, por primera vez, tuve la oportunidad de escribir sobre la obra de Jorge Abot, recordé cierto consejo que Leonardo daba a los pintores de paisaje. Entonces no pude sino citar de pasada al genial artista del Renacimiento, aludiendo tan sólo a su curiosa sugerencia de que la materia informe de un muro engastado ofrecía el mejor motivo de inspiración para un pintor paisajista, lo cual ha dado pie para que Leonardo sea considerado como un precursor implícito de la abstracción. Jorge Abot, en efecto, es un pintor abstracto, pero al relacionarle con la curiosa afirmación de Leonardo no pretendía yo entonces simplemente repetir el tópico. Aunque no tuviera el suficiente espacio en aquella ocasión para explicarme del todo, en lo que en realidad estaba pensando era en la tendencia general que hay en Leonardo a tratar el paisaje en términos de atmósfera, animada siempre por formas abstractas, vaporosas, justo lo que me sugería la pintura de Abot.

Pero he aquí, sin más, un ejemplo muy concreto de lo que estoy tratando de explicar: “El aire era oscuro por culpa de la densa lluvia -escribe literalmente Leonardo a propósito de la representación del diluvio- que, descendiendo oblicuamente ante el empuje de los vientos, engendraba ondas por el aire como si de polvo se tratara ( con la sola diferencia de ser tal inundación atravesada por las rectas trayectorias de las gotas de agua que caían). Su color se teñía del fuego provocado por los rayos que hendían y rasgaban las nubes; aquellas llamas descubrían los vastos piélagos de los valles inundados, que mostraban en sus vientres las inclinadas copas de los árboles”. Pues bien, cualquiera que se imagine la representación pictórica de estas fuerzas desatadas de la naturaleza, creo que se acordará, no de un típico paisaje italiano del XV, sino en todo caso, de los paisajes alemanes o flamencos, de cierto paisajismo oriental y hasta de cierto impresionismo, el más vaporoso y sutil, el más monetiano.

Evoco todo esto, en fin, por la impresión que me producen las pinturas abstractas de Abot, cuyo estilo naturalmente tiene raíces más contemporáneas -las del expresionismo abstracto- pero que, dentro de ellas, se desarrolla buscando una misma combinación de efectos, que la antes sugerida, entre el trazo vigoroso y la densidad atmosférica: la creación de un ambiente difuso y penetrante a la vez, que nos envuelve lenta o vertiginosamente, exactamente como se manifiesta la naturaleza. Sin otra intención que la de concretar más las posibles analogías, podría citar ahora a este respecto ciertas cosas de Tobey, Franz Kline, el Tworkov de comienzos de los sesenta o los abstractos americanos más impresionistas y europeos del tipo de la Frakenthaller, Sam Francis y Joan Mitchell. Son nombres que sirven sólo para delimitar un tipo de sensibilidad lírica refinada; en definitiva: muy –insisto- atmosférica. Con ellos, desde luego, ocurre como con esa otra relación, quizá todavía más directa, entre el paisajismo oriental y la pintura de Abot, que parecen buscar los mismos efectos poéticos: crear un estado de ánimo sin servirse de elementos explícitos ni enfáticos.

En realidad, con todas estas referencias no sé si habré logrado sugerir el horizonte plástico en el que se mueve Abot; en cualquier caso, me conformaría con que, al contemplar sus pinturas, apreciaran la riqueza de elementos que contienen esas manchas de color, cuya vibración y rotundidad no es incompatible con su delicado carácter translúcido, aéreo, como de acuarela; o que en el vigoroso entrelazado caligráfico, directo y firme, no dejaran de apreciar, por su parte, la variedad de ritmos, desde los de carácter más pausadamente melódicos hasta aquellos otros de furiosa lacería barroca. Para lograr convincentemente toda esta gama variadísima de efectos, es imprescindible, sin duda, una gran sensibilidad e imaginación, así como un virtuosísmo pictórico extraordinariamente afinado.