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De la intuición al símbolo |
Héctor Tizón
Presentación de catálogo de ARCO 82. Enero de 1982. |
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Incluso quien no conozca la trayectoria personal de Jorge Abot, la evolución de su trabajo a través del tiempo, se dará cuenta viendo su pintura que su obra actual es como una síntesis, una parábola enriquecida; y que este aparente despojo de anécdotas que sus creaciones ponen en evidencia no es sino el arduo fruto de unas idas y regresos, de una combinación feliz de intuición con oficio, de alma y ojo, de libertad y contención; de aquellos límites entre los cuales los griegos habían aprendido - y enseñaban – a confinar la belleza que era también libertad, sutileza de lo ambiguo, como el amor y el misterio; de aquellos límites entre los cuales el espíritu humano se abrió paso y llegó al teorema y al símbolo.
El tiempo y el espacio del arte no son por cierto, necesariamente, el tiempo y el espacio de la historia, entendiendo ésta como una mera expresión del arte de medir, ya que el arte opera por síntesis y por suma. Y en cuanto a las llamadas artes plásticas, el artista opera por lo que ve, y este ver va siempre más allá de la apariencia, puesto que la significación del arte es el sentimiento y la emoción imaginables, la existencia subjetiva imaginable.
Todo cuanto el hombre ha creado ha sido por el camino de la abstracción, a partir de la apariencia: desde la idea de Dios a las medidas y las pesas. Y así se ha podido decir con justeza que todo arte auténtico es abstracto. Esta abstracción difiere de aquella de la ciencia, puesto que en este caso las formas son visibles, tangibles. Arte y ciencia en su camino hacia la abstracción, hacia la máxima revelación de elementos abstractos para crear símbolos generalizadores, han partido desde diferentes puntos de la intuición, pero también son diferentes sus formulaciones, ya que el discurso del arte es orgánico, no sistemático. El proceso de creación artística consiste en hacer de la experiencia subjetiva un símbolo, esto es, formular y transmitir ideas de sensación y de emoción.
Existe la creencia vulgarizada de que toda experiencia artística no-figurativa, o abstracta, es onerosa o difícil y de que el arte claramente connotado con referencias “concretas”, con formas preexistentes o “familiares”, es natural y espontáneo. No es necesario decir que esta apreciación es totalmente falsa, ya que si, como se ha sostenido, la abstracción fuera realmente antinatural, nadie podría llegar a ella, ni siquiera por la desvelación de un aprendizaje, puesto que sólo se aprende – o se desarrolla mediante aprendizaje- lo que de modo incipiente está dado en la, o por la, naturaleza. No hay, en materia de abstracción – o de símbolos-, nada más asombroso que el lenguaje, y éste no es sino el resultado de un largo proceso de aprendizaje. Abot dice: “Poco a poco el color ( en su obra ) fue rompiendo los límites del trazo, fue liberándose del dibujo…”. La apariencia sublimándose, lo concreto no generalizándose, sino convirtiéndose en símbolo. El camino y la meta. Pero no una meta con un todo rotundo y dogmático, sino como una propuesta abierta, libre, opinable. La abstracción ene l arte –así como en la ciencia- es el resultado de una reflexión, pero es, quizá, en el arte (o como arte) donde primero se dio.
Un artista elabora siempre un símbolo, porque toda obra de arte lo es. Pero el arte, o mejor la obra de arte, es una generalización súbita (no progresiva como la ciencia), no es la mera consecuencia de un razonamiento discursivo, de allí es que ambos procesos de abstracciones se separen desde el comienzo mismo.
El fruto de un razonamiento discursivo es siempre igual a sí mismo; pero una obra de arte es siempre única y diferente, no pertenece a una “clase”. La obra de arte es específica y autosuficiente, y también infalible. Su forma total y sus rasgos subordinados son únicos, puesto que cada detalle debe ser visto en función del conjunto. Y el conjunto es indivisible, autónomo y orgánico; pero orgánico como ritmo de vida, como forma de vida.
De este modo el arte trasciende su contextura material mediante la ilusión que su contemplación irradia.
El interés de quien viene a ser el destinatario de una obra de arte no debe esforzarse por ir más allá, no debe desesperarse por buscar conexiones “realistas” o aparenciales. El artista, al crear, abstrae, sublimiza el objeto específico, lo deja solo en su íntima apariencia, o va de la abstracción a la connotación; siendo esto exacto, todo intento de hallar familiaridades, bucear en busca de la forma que yace bajo su similaridad, es no solamente vano sino erróneo. Y la mejor manera de no-ver a una obra de arte. Pero aquí conviene una reflexión: en el arte sobrenadan dos peligros: el “hermetismo” (abstracción por la abstracción misma; una manera de escolástica) y el “decorativismo”, lo contrario tal vez de lo anterior, pero que igualmente denota un afán de evasión, de huída, o una falta de compromiso (no se habla aquí, por supuesto, de “militancia” o de otra servidumbre por el estilo, sino de su acepción exacta: acompañamiento en la ilusión, en el desvelamiento de la esencia). Y Jorge Abot, hasta ahora, sortea este escollo con el poder de su intuición, que es la forma de la inteligencia en el artista, o su forma de conocimiento.
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