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Jorge Abot o los Fantasmas de la Memoria |
Arnoldo Liberman
Madrid, 1986. |
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“Llega un momento en que no se recorre una búsqueda sino que se
descubre y se coloniza un hallazgo.”
Eugenio Trias |
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Quiero decir algunas palabras sobre este colonizador de hallazgos que es Jorge Abot. No sólo porque sus búsquedas y sus encuentros respiran esa autenticidad del genuino creador, sino porque en nuestro mundo interno esa misma respiración es la que nos arroja a una fraternidad de situaciones, de vivencias, de sueños, de interrogantes, que muchos de nosotros hemos compartido desde la piel y el temblor.
YO conocí a Jorge en España cuando seguramente en muchos años anteriores de Argentina aquellas vivencias y aquellos sueños ya nos eran comunes. Seguramente ya nos eran comunes ciertas metáforas que la vida se encargaría de dar pasaporte de realidad. “Hay metáforas que son más reales que gente que anda por la calle”, escribió Fernando Pessoa. Encontrarlo en Madrid fue fácil porque nuestro encuentro ya estaba trazado, como el de muchos. En él supe de su arte y de su interrogante. Y pude aprender, una vez más, que el auténtico artista es un enemigo de las fórmulas fáciles, de las limitaciones estratégicas, de los cálculos comerciales. El peligro de quedar congelado en la reiteración no era característico de su pintura, y esto esencialmente porque ese peligro era parte de su insomnio.
Recuerdo una conversación con Jorge y, desde su aparente serenidad intelectual, estas palabras que sonaron a credo personal: “Comencé a romper, a romper, a romper, los límites de la figura.” Esa violencia contra los límites del mundo, contra el cerco que esteriliza, contra los sillones apoltronados, contra las rigideces estructurales, contra los sistemas de valores petrificados, contra la estatua de sí mismo, es esencial a la pintura de Jorge. En ella se disuelven las fronteras, se escudriña lo desconocido, se reza a la intemperie, se desbordan las riadas del inconsciente, se vive como enemigo lo que Salvador Pániker llamó “la inteligibilidad excesiva”. Se instaura el mundo del deseo por sobre la crapulosa costra que impide su vida jubilosa. En Jorge Abot las certidumbres estallan. Y con esa sinceridad que hace a aquellos sueños compartidos y a aquellas vivencias fraternas, Jorge me dice: “Mi búsqueda comenzó por las naturalezas muertas y allí nacieron signos que yo no sé de qué lugar de mí mismo salieron.” Y esta expresión en Jorge no es petulancia autorreferencial, sino interrogante al misterio. “Signos que tienen que ver con la memoria y que, de golpe, aparecen”, agrega.
Un filósofo francés, Emanuel Lévinas, lo decía así: “Encontrar a un hombre es mantenerse alerta por medio de un enigma.” Ese enigma es en Jorge Abot la memoria, esas impregnaciones que lo vivido hace en las entretelas del inconsciente, como una multiplicidad de serpentinas imprevisibles. Ante el universo carcelario que nos limita, la memoria es la lanza que los hombres arrojan contra ese infinito despoblado de significaciones, otra manera de la violencia legítima contra esa tendencia a dejarse enredar entre las mallas de lo reiterativo, de lo monótono, de lo uniforme. Por eso comprendo perfectamente a Jorge cuando me dice que no es pintor abstracto. Exactamente: no lo es. La figura en él tiene toda la vehemente disgregación del paso del tiempo y sus signos -Jorge reitera en llamarlos así, en medio de sus manchas de color y de sus ritmos nostálgicos- son los signos de esos fonemas visuales ( y quizá acústicos) que la memoria dibuja en ese aparente caos que el artista recrea por su propia cuenta.
“Yo caminaba con mi padre por la ribera del Riachuelo, desde Patricios a Caminito --me cuenta-, y me impresionaba la chatarra allí presente. Hasta allí, mis referentes eran literarios pero desde allí no sentí la necesidad de contar. En mis grafismos posteriores, del barquito del Riachuelo no quedaba barquito.” Muchos años, décadas, pasaron desde aquellas caminatas junto a su padre. Quizás en esta “Ventana al Sur” que hoy nos entrega, el protagonista figurativo de su memoria es aquel padre caminante. Y aquella chatarra que encuadraba desde su mirada aquel paseo hoy imposible.
Jorge Abot se liberó progresivamente del dibujo, y simultáneamente, quedó atrapado por el color, y ese color se hizo ritmo y metáfora. Parábola enriquecida la llamó Hector Tizón. Y desde allí buscó permanentemente, febrilmente, insatisfechamente, expropiar a la memoria esos signos secretos que le permitieran regresar a sus orígenes, a sus miradas, a sus riachuelos. Jorge necesita de esa restauración obsesiva de la memoria y de ahí su honestidad, su respeto de lo inexpresable, sus manchas de tinieblas y jocundias que constituyen la primera infancia de lo memorioso y que existieron antes que el intelecto intentara descifrar el misterio. Quizá parafraseando una deslumbrante metáfora diría que Jorge no puede curarse de tener memoria. Y de gritar hacia lo imposible como en ciertos momentos en que su pintura me recuerda el cielo en llamas.
Aquí mismo, en mi salón, tengo una serigrafía suya donde una verdadera ventana encuadra una mancha en rojo: la ventana esta trazada en negro. No lejos de ella, unas reproducciones de Gustav Klimt, Kokoshka, Egon Schiele, pintores preferidos de Jorge, dan a aquella ventana al sur una aureola expresionista. Y mi propia memoria comienza su ardua morriña: un recital de canciones sefarditas de Cristina Pérsico en el Teatro de la Villa de Madrid y el marco de aquella voz entrañable en los “papelotes” de Jorge Abot que rodean aquellas canciones justamente como si fueran ventanas. Ventanas a la alegría y a la nostalgia, a las liturgias del amor y a las bancarrotas de la ilusión , a los días en que la vida miente y a los días en que dice su verdad, a la libertad y al exilio, al regreso siempre fiel y al miedo siempre fragmentario, a la necesidad de nuestra propia justificación y a darle un sentido a la vida que la muerte no puede arrebatar, al código del pincel y al amor, ese siempre postergado molino de viento. No sólo somos por lo que hemos adquirido sino, esencialmente, por lo que hemos perdido. La memoria es nuestra más frágil y empecinada posibilidad de que algo tenga sentido. Jorge Abot sufre de ese empecinamiento y su enrancia por el mundo de la búsqueda y de lo memorioso es la enrancia de lo poético, la esencial ambivalencia de toda expresión legítima, desde aquellas impregnaciones difusas hasta esta realidad notable de creador de hallazgos. George Steiner decía que ningún ojo occidental, después de Van Gogh, puede mirar un ciprés sin advertir el comienzo de la llamarada. La chatarra de aquellos paseos de Jorge con su padre incendian en mí este privilegio de comprender desde lo visceral de su pintura, su despojo de anécdotas y su vertebral conjunción con el misterio. La llamarada continúa.
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