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Zen y Pintura Pura |
Hugo Padeletti
Junio de 1993. |
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(A propósito de la muestra de Jorge Abot)
Antes de iniciar esta breve lectura, quiero agradecer a las personas que la han hecho posible. En primer lugar, al pintor Jorge Abot, que me invitó. En segundo lugar, a los amigos y alumnos de mi taller, Gustavo Pesoa, Jorge Rodriguez Villasuso y Viviana Battaglini, que colaboraron en el mecanografiado y confección y proyección de diapositivas, respectivamente. En tercer lugar, a la pintora Kazu Takeda, que me ayudó a comprender y pronunciar ciertas palabras técnicas japonesas, la mayoría de las cuales decidimos finalmente no usar.
Quiero también excusarme por la audacia de referirme a un tema que me es muy querido desde hace muchos años –como poeta, como pintor y como contemplador- pero que no domino plenamente. Es decir, no soy un especialista en el zen y menos un erudito. En realidad más que audacia es afición. No quise perder la oportunidad, que surgió imprevistamente los otros días en mi visita a la muestra de Jorge Abot, de que alguien, -aunque ese alguien fuera tan poco competente como yo- se refiriera al zen de la pintura y a la pintura zen, en un momento en que ambas cosas son menos frecuentes de lo que, por su importancia intrínseca, más allá de las modas, sería deseable.
El budismo zen es por excelencia el budismo de la contemplación: la palabra japonesa zen deriva de la china tchan, que a su vez deriva de la sánscrita dhyana, que significa contemplación. Lo usual es que estas palabras sean traducidas por la palabra meditación, pero ocurre que meditación significa exactamente lo contrario de lo que aquí se trata, es decir, significa reflexionar sobre algo usando el pensamiento conceptual o discursivo. Es lo que ocurre, por ejemplo en las bien llamadas "meditaciones" de Marco Aurelio. Pero en las prácticas zen lo que se hace es detener el pensamiento discursivo, para, con la mente vacía, concentrarse sin razonar en el koan o enigma, como ocurre en la escuela Rinzai, o en la postura sedente, como en la escuela Soto.
En la teología mística católica se ha mantenido la distinción entre la meditación, que es, como dijimos, discursiva, y la contemplación, que no lo es. El estado que se produce en la práctica zen tiene más afinidad con la palabra contemplación, inclusive en la acepción estética de ésta. En el zezen, concentración sedente de la escuela Soto, la mente vacía se contempla a sí misma. Es conciencia pura. En la contemplación estética, la mente, vaciada de imágenes y conceptos previos, se concentra en la forma de la obra hasta que aparece lo que llamaré una epifanía, o manifestación, y aun, detrás de ella, lo que llamaré la Presencia ( con o sin mayúscula).
Cuando un maestro zen hace el comentario de un koan (enigma zen para detener el funcionamiento de la mente discursiva) lo hace desde su hara. El hara es la zona del cuerpo que se extiende entre el ombligo y la pelvis. Es un manantial de energía psíquica y vital. Hablar desde el hara es hacerlo con la plenitud del ser, y por lo tanto, con plena autoridad. Todos los maestros de las artes tradicionales japonesas derivadas del zen dominan el pensar y el obrar desde el hara; se trata de un obrar y pensar absolutamente eficaz, pero que requiere entrenamiento previo, generalmente muy largo.
Cuando vi por primera vez las reproducciones del catálogo de la muestra de Jorge Abot, lo primero que pensé fue "expresionismo abstracto", y esa es, efectivamente, la etiqueta que le correspondería en el cuadro de la pintura moderna; pero las etiquetas no dicen mucho; aunque el expresionismo abstracto tiene afinidad, y en algunos casos influencia directa del zen, hay casos y casos. Más adelante voy a hablar de la diferencia entre esas etiquetas y la verdadera originalidad. Cuando vi los gruesos y enérgicos grafismos negros sobre el fondo manchado sentí las huellas de un obrar desde el hara. No se si en la vida real ocurrió efectivamente así, pero como imagen plástica de ese proceso, son sumamente elocuentes. A Abot le interesó mi alusión al zen, y me invitó a visitar su muestra, cosa que hice con profundo interés y satisfacción. Hasta ese momento yo creía que Abot jugaba solamente con el lado expresionista del zen – esas pinceladas como sablazos de que habla acertadamente el crítico Rafael Squirru en el catálogo- pero poco a poco fui entrando en la otra veta, la contemplativa del zen, porque sus pinturas, y, como siempre ocurre, algunas más que otras, retuvieron largamente mi atención contemplativa. Ya el grafismo, además de ser una rápida y enérgica acción en el tiempo, es la huella de esa acción, que queda allí para ser contemplada como imagen.
Pero donde Abot se vuelve más ricamente contemplativo es en el manejo del espacio, casi diría de los espacios, porque el espacio se multiplica en el mismo cuadro: lo más a menudo es un fondo profundo como en la pintura taoísta y zen de paisaje; a veces –las menos- se lo siente por un momento como plano "decorado" (uso la palabra decorar no en su sentido peyorativo moderno, sino en su sentido etimológico, que aclararé más adelante) y hay muchas situaciones en que el fondo entra en el grafismo, se sobrepone a él, de modo que quedan determinados por lo menos tres o más niveles de profundidad. Por eso le pregunté al artista cómo procedía, si pintaba primero el grafismo o primero el fondo movido, o si ambos procedimientos se alternaban, entrelazándose, y, como esperaba, me contestó que esto último. El proceso es largo y hay una deliciosa fruición cromática, a veces muy sutil, que el artista comparte con el espectador, en la elaboración de esos fondos complejos.
En las pinturas extremo-orientales en tinta china sobre papel o seda vírgenes, se dice que el proceso de pintar es como la vida misma: cada paso –cada pincelada- que damos queda registrado y es imborrable. Pero Abot, para neutralizar esa fatalidad, para salvar el accidente de equivocarse, utiliza también un viejo recurso oriental: el pegado; no se trata de borrar la parte que no "salió", la parte muerta, la que frena, sino de cubrirla, de taparla. Para eso utiliza él el collage de papeles en blanco, que donde había estancamiento, por ejemplo, crea una situación nueva, una nueva apertura, un nuevo comienzo. Pero todas esas idas y vueltas no son otra cosa que contemplación en movimiento. Es habitual oponer acción y contemplación, pero no debe olvidarse que puede haber una contemplación activa como caligrafiar en chino o japonés un poema, y una acción contemplativa, como componer un jardín de arena, sobre todo cuando se cumplen desde el hara; todo depende del acento.
Pero la contemplación de una obra de arte no consiste solo en tomar conciencia de los elementos plásticos que la constituyen y de su interrelación, sino del mundo que la obra nos abre. Ese mundo puede ser muy rico en connotaciones, como ocurre en la pintura figurativa y en la pintura simbólica, como por ejemplo los "mandalas" tibetanos, o muy escaso, casi nulo en términos verbales, como en la pintura abstracta, pero detrás de todos esos mundos más o menos hablables, aparece por último el mundo inefable, la Presencia (con o sin mayúscula). Poco importa que se la llame Dios, Tao, Vacío, Naturaleza de Buda o Ser Absoluto. Con o sin mayúsculas, lo que cuenta es que está allí.
Para hacerme comprender mejor voy a recurrir a una experiencia personal, una experiencia infantil que podríamos calificar de estético-mística. Tendría yo unos seis años –todavía no iba a la escuela- y estaba sentado en el cordón de la vereda de mi casa, en mi pueblo, después de la lluvia, con los pies en el agua barrosa que corría por la zanja. De pronto un pedacito de papel blanco, rasgado o recortado, que contrastaba con el agua oscura, atrapó mi atención y me deslumbró la belleza del contraste y de la forma.
Por supuesto, yo no sabía nada de contrastes, de formas, ni de belleza, pero perdí conciencia de mi cuerpo y floté, más allá del espacio y del tiempo en un éxtasis de contemplación y de gozo, hasta que el papel desapareció de mi vista. Nunca olvidé esa experiencia. Sin embargo, no tuvo frutos inmediatos. En aquella época, por lo menos en mi pueblo, los chicos no pintaban ni hacían "collage". Sin embargo, cerca de sesenta años después, debo reconocer que lo que más me gusta en pintura y lo que busco inconscientemente cuando pinto –aunque muchas veces haya errado el camino- es lo que me produce una repetición de esa experiencia infantil.
Para comprenderla en todo su alcance, habría que enfocarla por lo menos desde dos puntos de vista: el de la forma y el del significado. Desde el punto de vista: el de la forma se trataba de un estímulo relativamente simple y mínimo: un contraste de figura y fondo que determinaba una figura lineal, un arabesco. Desde el punto de vista del significado, se trataba de una respuesta también simple pero no mínima sino máxima: es decir, se trataba del significado absoluto, o más exactamente, ya que no es conceptual, del sentido absoluto. El sentido de la forma era la Realidad Ultima; la forma era, en el espacio y en el tiempo, una epifanía o aparición privilegiada –privilegiada por la belleza indefinible que resplandecía en ella- del Ser Absoluto. Según mi experiencia esta Presencia es el sentido último de toda obra de arte plenamente lograda. Pero lo es muy especialmente en una estética que, como la del zen, parte de la contemplación y nos devuelve a ella.
En 1961 ocurrió un hecho importante en la evolución de lo que podría llamar mi comprensión o apreciación del elemento zen en la pintura moderna. Al ser nombrado director del Museo de Bellas Artes "Rosa Galisteo de Rodriguez" de Santa Fe, conocí al pintor Fernando Espino, que trabajaba allí. Estaba entonces en los comienzos de lo que sería su retirada carrera pictórica. Lo seguí paso a paso hasta su muerte en 1991. A ningún otro pintor he admirado y buenamente envidiado tanto como a él. Porque a él le ocurría con la pintura lo que hasta cierto punto a mí me ocurrió con la poesía: había nacido con el oficio aprendido en otra vida. Tenía un ojo infalible y la intuición de las esencias pictóricas; necesitaba muy poco para expresarse: un fondo raspado, una mancha, un trazo, y ya estaba allí la Presencia –esa misma que yo había aprendido a reconocer desde mi infancia-. Lo que el hacía era a menudo la pintura zen de alguien que no tenía la menor idea del zen ni deseaba tenerla; de alguien completamente incontaminado por el pensamiento conceptual, lo que es extremadamente zen. Sin proponérselo, incluso sin saberlo, Espino fundó una escuela y tuvo un discípulo que también ignoraba serlo, y que si bien no copió nunca sus configuraciones como aconsejaban hacerlo los maestros japoneses del camino de las flores o ikebana, sí las asedió durante años con ojo, mente y corazón abiertos para captar, detrás de la forma, la "enseñanza secreta", el espíritu del zen. Ahora que Espino ha muerto, yo, que soy algo mayor que él y lo sobrevivo, me siento un poco heredero oculto, no, ni remotamente de su peculiar calidad, sino de esa enseñanza secreta, y reviso las carpetas de pintura sobre papel que guardé durante años y nunca todavía mostré, en busca de algo rescatable de acuerdo con ese espíritu.
Una cosa que ya sabía (por la larga evolución en sutiles variantes, de las mismas pautas tradicionales en la pintura paisajística de extremo oriente) pero que la obra de Espino me confirmó, es que no es necesario ser original en el sentido contemporáneo –es decir, hacer algo que nadie hizo antes- para ser realmente original. En el sentido de Heidegger, original es lo que tien no el sabor de lo nuevo, sino el sabor del Origen. Espino tomó e hizo suyas todas las influencias que su sensibilidad le permitió recibir y digerir. Son fácilmente reconocibles, en distintos períodos u obras, y no estorban la originalidad esencial de su pintura. Solo descartó como inservible lo no estrictamente pictórico.
Probablemente la segunda experiencia importante en la formación de llamémoslo mi "gusto zen" en la pintura moderna, fue el haber tenido la oportunidad de ver una gran muestra de las miniaturas de Julius Bissier en la galería Alice Pauli en Suiza, en la ciudad de Lausanne. En ellas el fondo, el espacio, jugaba exacta y sistemáticamente como en las pinturas zen de paisaje, solo que las formas naturales habían sido sustituídas por bellas, llenas de "carácter" y variadísimas figuras abstractas. La impresión estética fue de profunda intensidad contemplativa más que de sorpresa, porque muchos años antes había adivinado esa posibilidad en los "papeles rasgados" de Arp.
Esto ocurrió en 1966, pero la presencia, voluntaria o inconsciente del espíritu zen en la pintura moderna data de la primera década de este siglo; es decir, coincide con el auge de lo que podríamos llamar "pintura pura" ageométrica, ya que la geométrica, que se desarrolló paralelamente, no tiene nada de "zen".
Cuando hablamos del espíritu zen de cierta pintura abstracta contemporánea, estamos haciendo un salto desde los paisajes y figuras de la pintura zen tradicional a la pintura abstracta contemporánea. Pero ese salto ya lo habían hecho, en su forma más extrema, los mismos zenistas, no solamente en la caligrafía (toda buena caligrafía china o japonesa a pincel es una pintura abstracta, especialmente la de tipo cursivo) sino también en los jardines de piedra. Como dice Langdon Warner, los occidentales perdemos generalmente de vista lo que constituye lo esencial de los jardines chinos y japoneses: a saber, que este arte es un medio de expresar (intuitivamente) las más altas concepciones de la religión y de la metafísica.
Me voy a referir solamente al jardín de Ryoanji, en Kyoto, considerado una obra maestra. Hasta hace poco tiempo –como dice Will Petersen- nuestras concepciones estéticas no nos proporcionaban los medios para comprenderlo. Pero en la actualidad somos hechizados por su composición abstracta, reducida a lo esencial, que nos hace comprender mejor no solamente los jardines chinos y japoneses, sino también otras formas de arte extremo-oriental, como la pintura sumi, la caligrafía y, de manera más sutil, ciertos aspectos de la poesía haiku y del teatro noh. Demás está decir que también nos ayuda a comprender mejor las más profundas posibilidades significativas de nuestro propio arte contemporáneo.
Este célebre jardín, creado anónimamente en el siglo XV es, como dijimos, una verdadera composición abstracta, constituida por un rectángulo de arena blanca rastrillado en rítmicas ondulaciones, y quince rocas cuidadosamente elegidas dispuestas en cinco grupos. Como dice Nancy Wilson Ross, el Japón es sin duda el único país en el mundo donde ciertas rocas son admiradas (y hasta se podría decir veneradas) por su forma, y elevadas al rango de "tesoros nacionales".
Así como la caligrafía constituye un buen ejemplo del carácter dinámico del espíritu zen, ya que deja en el papel la impronta de los movimientos interiores, impronta que a su vez es objeto de contemplación, el jardín de arena, sobre todo el de Ryoanji, es un buen ejemplo del aspecto estático del zen; sólo forma, silencio, y quietud, es, a la vez, el resultado de la contemplación y el objeto de ella.
Will Petersen, un joven artista norteamericano que vivió y enseñó en el Japón, y que ha estudiado largamente el jardín de Ryoanji, dice de él: "Rodeado de tres lados por una tapia de tierra, sólo puede ser visto desde la baranda del templo, que rodea su cuarto costado. Lo que sugiere el jardín no es inmensidad sino espacio interior. Este único punto de vista, unido a la tranquilidad del lugar, (sobre las colinas, fuera de Kyoto), subraya el hecho de que este jardín es un objeto de contemplación –pero no sin embargo como una imagen del pasado que evoque el carácter transitorio de la vida, tema tradicional budista, pues la ausencia de flores y de hojas susceptibles de marchitarse hace que no se piense en la impermanencia de una belleza momentánea. Su belleza es la de la arena, la roca, y sus "correspondencias abstractas". Este jardín no simboliza lo impermanente, el mundo sensual de nacimiento y muerte, tema tan típico, como acabo de decir, de la concepción budista, sino lo permanente, lo que en pleno samsara, es decir, en pleno espacio-tiempo, ya es nirvana.
Petersen plantea una pregunta que es central tanto para la pintura zen del pasado como para la pintura zen abstracta. Dice: "Si el jardín es una imagen del vacío, ¿Por qué no está hecho solamente de un rectángulo de arena desnuda? ¿Por qué las rocas cuidadosamente elegidas y dispuestas? Aquí tocamos una de las paradojas fundamentales del budismo: solo por la forma podemos concebir el vacío."
"El vacío de que se trata no es el resultado de un proceso conceptual, sino un hecho de experiencia (al decir de Suzuki), como la rectitud del bambú o la rojez de una flor". De este hecho de experiencia proviene el principio de la pintura sumi. La hoja de papel blanco no es más que papel; sólo cubriéndola de signos se crea en ella vacío –un poco como es el ruido que hace la rana al sumergirse en el agua lo que crea el silencio en el haiku bien conocido de Basho. El vacío, expresado por el espacio virgen en pintura, por el silencio en música, por la elipse en poesía o por la inmovilidad en la danza, solo puede ser creado y comprendido por medio de las formas estéticas que sabiamente lo pueblan. Es el caso de la pintura (o del jardín de arena): la forma toma su sitio en el espacio virgen de tal manera que percibimos el vacío como una forma y la forma como un vacío."
Volviendo a nuestro tema anterior, pintura pura en sentido estricto sería exclusivamente la no-representativa, llamada inadecuadamente abstracta en la historia del arte; pero yo incluiría también dentro de ella a la representativa no-imitativa o planística. Sobre todo cuando está al borde de la no-representación, cuando es por ejemplo el resultado fortuito de jugar en el plano con el arabesco y el punto, haciendo aparecer la invención de un rostro, un animal o cualquier otra cosa. Es decir, cuando la figuración es solamente un pretexto para pintar. Un pájaro de Braque es sin duda pintura pura. Esta sólo excluiría totalmente la representación imitativa, y sobre todo la académica. Como dijo Ching-Hiao, "lo importante no es reproducir las cosas. Pintar es pintar. La semejanza puede ser obtenida por formas sin alma.", yo diría sin vida propia, sin vida plástica.
Esta aceptación del término pintura pura me permite incluir no solo a Kandinsky de las primeras acuarelas abstractas (antes de que su pintura se enfriara y endureciera, lo que –por muy excelente que sea- no es nada zen) sino también a Arp y a Klee entre los precursores del espíritu zen en la pintura moderna. En muchas obras de pintura pura –esto sí es característicamente zen- el fondo predomina abiertamente sobre las figuras (efecto espacial): es el Vacío budista, del que proviene y al que vuelve toda vida, toda forma. En otros, por el contrario (efecto monumental, aunque se trate de una miniatura) la o las figuras predominan sobre el fondo; la epifanía, la manifestación, eclipsa por un instante al Vacío (aunque éste, aun en los casos extremos en que no queda fondo –ocurre en Klee-, puede aparecer como un borde claro o sin pintar alrededor del trazo o contorno), Este aparente horror al vacío, muy común en el arte de las culturas primitivas, aunque no es característico del zen en sus formas orientales, coincide sin embargo con el gusto zen por lo arcaico y paradójicamente exalta, porque lo “decora” totalmente, aquello que para el zen es lo más importante: el fondo o espacio vacío, es decir, el plano básico.
Esto es muy común en Klee y en las culturas tradicionales, de donde él seguramente lo tomó. Casi todas las artes tradicionales fueron decorativas en este sentido: decoraban, dándoles un sentido implícito o explícito, los templos y los objetos de culto y de uso y el cuerpo mismo del hombre. Yo uso la palabra decoración en este sentido y no en el peyorativo que tiene modernamente. Decorar el plano es, etimológicamente, honrarlo como plano, cohonestarlo, en el sentido del “cohonestare” latino, que significa realzar, embellecer. Lo cual implica al mismo tiempo otorgarle un significado, un sentido, porque la belleza es siempre epifanía y en última instancia Presencia. Aunque la pintura pura puede producir un efecto “abstracto” de profundidad espacial, análogo al de la pintura zen de extremo oriente, como en Julius Bissier y en Jorge Abot, me parece que la decoración del plano en cuanto plano, tan frecuente en la pintura pura occidental, no es ajena al espíritu del zen, por aquello de: lo lleno (samsara) es vacío (nirvana) y el vacío (nirvana) es lo lleno (samsara). Aclaro que samsara es el mundo concreto, la rueda de perpetuos nacimientos y muertes y que nirvana es el principio del que provienen y al que “regresan”, cuando están maduras, las formas que constituyen el samsara (…)
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