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Celebración pictórica de Jorge Abot |
Francisco Calvo Serraller
Introducción al catálogo Círculo de Bellas Artes de Madrid. Madrid, febrero de 2003. |
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Según creo recordar, conocí personalmente a Jorge Abot con motivo de
su exposición individual en la Galería Alençon, de Madrid, durante el
año 1981. Se hallaba él entonces todavía en la primera mitad de lo que
fue su etapa española, que se prolongó durante trece años, hasta 1990,
fecha de su regreso a Argentina. Ahora mismo, pues, cuando vuelve a
exponer en Madrid, han transcurrido otros trece años, una
coincidencia, quizá fortuita, pero que no deja de aportar un
componente cifrado demasiado rotundo como para no aprovechar su
significación simbólica. A pesar de su mala fama en la cultura
occidental, el trece se asocia a un principio de actividad, que
constantemente recomienza, y, en este sentido, concierta muy bien con
la obstinación del creador. En cualquier caso, los veintiséis años
hispano-argentinos de la trayectoria de Abot, que he podido abarcar,
son un tiempo más que suficiente para juzgar la obra de un artista,
sobre todo, cuando reflejan precisamente su período de madurez, el
testimonio decisivo.
A lo largo de este cuarto de siglo alargado, la pintura de Abot no ha
experimentado cambios espectaculares, ni se ha acomodado a modas. Este
es un dato que refleja una actitud, pero también un estilo de pintar,
una pintura que no acepta plegarse a los dictados del tiempo, porque
ella misma lo contiene y expresa. En realidad, la pintura de Abot
refleja el paso del tiempo como una acumulación de signos, gestos y
manchas: la decantación de la memoria a través de la noche de los
tiempos y la explosión de luz que funde la historia. Una dialéctica.
La dialéctica de la belleza. Muchos cuadros de Abot contienen trazos
de una escritura, de alfabetos exóticos, cuando no, principalmente, de
pentagramas musicales. También, a veces, reconocemos papeles impresos
de periódicos, insertados sobre la tela a modo de collages. Sobre
estas anotaciones, más o menos desvaídas, se acumula la pintura y la
elegante lacería de una caligrafía ya puramente gestual, como
recordando el origen rítmico, pre-conceptual de toda escritura, en la
que primigeniamente la forma -su movimiento- lo dice todo: es de por
sí significativa. El paso del tiempo es así evocado como una conquista
del origen, de la voluntad original de expresión. Las manchas de
color, que cubren o semientierran estas grafías desgastadas, nos
llevan, por fin, a la celebración de la luz, la energía primera y
principal. Nos encontramos, así, pues, con un remontarse el tiempo de
la memoria hasta la creación de la pintura, la conciencia confundida
con la luz.
A pesar de este radicalismo, o, si se quiere, a través de este
radicalismo, Jorge Abot no tiene problemas con la historia, con su
trenzado murmullo donde se hilvanan secretos pasados. Su pintura, que,
con una terminología hace tiempo vetusta, podría definirse como
"abstracta", no trata de esconder sus filiaciones no solo artísticas,
sino culturales. El arco conversacional de Abot es amplio, porque no
sólo nos lleva al hollado palimpsesto del arte del siglo XX, sino a
ámbitos más lejanos en el espacio y en el tiempo, destacándose entre
éstos los de la pintura oriental, con la que comparte el sentimiento
lírico frente a la naturaleza, el sentido sintético y la elegancia del
gesto. De esta manera, Abot se inscribe, con toda naturalidad, en una
encrucijada de tradiciones y maneras, que hace suyas porque le son
propias. Sabe que la excursión interminable para remontarse al origen
navega sobre un curso pleno de accidentes e incidentes, de
circunstancias, inscritas en la cartografía de la memoria, que es
preciso animar con un recorrido personal.
Cuando contemplé, por primera vez, la pintura de Abot, a comienzo de
los años 80, cuando, como ya indiqué, expuso en la Galería Alençon,
entonces en el inicio de su prestigiosa trayectoria, luego refrendada
con un nuevo lugar y nombre, la Galería Gamarra y Garrigues, se vivía
un momento internacional de vuelta eufórica a la pintura, que, en
España, libre ya del lastre de la dictadura, multiplicó el entusiasmo
artístico como experiencia no regulada. No me voy a referir al
respecto a tópicos como el manoseado de la "movida" madrileña, porque,
al margen de las luces que ésta contuviera, lo que imperaba entonces
era una ilusión que antes era muy difícil encontrar en el terreno del
arte actual. Durante esta década de los ochenta, se produjeron
prácticamente todas las iniciativas que marcaron el destino artístico
de nuestro país, como la creación del Centro de Arte Reina Sofía, el
IVAM, el Museo Thyssen-Bornemisza o ARCO, por citar sólo algunos de
los hitos más significativos. A Jorge Abot le tocó vivir esta
transformación vertiginosa y, naturalmente, participó de ella. En un
ambiente de euforia y multiplicación de lenguajes, su personal voz no
tuvo dificultad en hacerse oír. No solo siguió exponiendo en Madrid,
sino que también lo hizo fuera de España, con sendas muestras
individuales en las ciudades alemanas de Düsseldorf y Münich. Estaba,
pues, plenamente integrado cuando regresó a su país natal, dejándose
arrastrar, una vez más, por el vendaval de la historia, que él
necesita vivir de forma ilusionada, como parece exigirlo la pasión del
arte a quien lo habita.
Los vientos históricos que han llevado a Jorge Abot de aquí para
allá, ahora lo constato, no han cambiado su forma de ser y su forma de
pintar. Los trece años últimos, transcurridos en Argentina, durante
los cuales no pudimos seguir al día la evolución de Abot, nos vienen
ahora sintetizados en la obra reciente que exhibe, de nuevo, en
Madrid. A través de ella, su pintura nos sigue resultando familiar,
próxima, coherente. Sus cuadros están armados con el mismo sentido y
exhalan la misma fragancia, lo que no quiere decir que sean los
mismos. Hay en ellos, eso sí, como una mayor claridad; son más
rotundos, compactos y serenos, lo que favorece mejor su refinada
sutileza, porque Abot, siendo él mismo, no se ha amanerado, sino que
se ha hecho más sabio, más dueño de lo que quiere expresar y de cómo
lograrlo. Al fin y al cabo, la madurez artística arriba a lo diáfano,
aunque su meollo permanezca como un secreto oscuro. Este reencuentro
con Jorge Abot se celebra como el reconocimiento de una antigua
amistad, donde recordamos el aura que, cierta vez, nos cautivó,
porque, a pesar de lo pasado entremedias, lo sigue haciendo.
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