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La visibilidad del silencio
Gabriela Siracusano
Publicado en la revista TodaVÍA, nº 4, abril 2003.
 

"Volver al origen para ser más contemporáneos que nunca, para ser Uno y Todos. Porque éste es el camino, donde estás tú y todos, donde se vence el tiempo. Se dice soy de aquí y mi desierto es... ¿de dónde?... es todos los desiertos."
J. Abot*

 
"Volver al origen para ser más contemporáneos que nunca, para ser Uno y Todos. Porque éste es el camino, donde estás tú y todos, donde se vence el tiempo. Se dice soy de aquí y mi desierto es... ¿de dónde?... es todos los desiertos." J. Abot* La obra de Jorge Abot (Buenos Aires, 1941) es de aquellas que el historiador del arte intuye como un desafío para su oficio, pero decide someterse sin vacilaciones. Frente a su universo de pinceladas y trazos enérgicos, planos de luz y color, gestualidades, ideas y palabras que densifican la imagen, y una materialidad que domestica la forma, los recursos de nuestro propio universo -ideas y palabras que pretenden ser lógicas y coherentes- pueden resultar pobres y hasta inadecuados para llevar a cabo la empresa. Sin embargo, al igual que la convicción del personaje geométrico de la novela Planilandia (de su cuasi homónimo Edwin Abbot) o que la angustiante certeza del Borges deEl Aleph, resulta inevitable volver sobre nuestros pasos cuando hemos accedido a una nueva dimensión del conocimiento y la experiencia estética. Avancemos pues.

Intentaremos identificar y analizar algunos ejes que recorren los últimos diez años de la producción plástica de este pintor-sociológo-diseñador-comunicador visual rioplatense, quien, radicado en Madrid durante más de una década, vuelve a la Argentina en los años noventa. La alusión a la polifacética actividad no es casual: remite a las prácticas que deben ser tomadas en cuenta para internarse en una obra en la que la necesidad de comunicar ideas, la huella de la estética oriental y la conciencia de los saberes preocupados por el continuum espacio temporal, devienen claves para resolver sus enigmas.

El primer eje que podemos transitar es el contrapunto entre imagen y materialidad. A partir de un informalismo no sujeto a cánones preestablecidos, Abot recupera la fuerza gestual de los colores y de los materiales, como búsqueda estética genuina que puede significar, más allá de la forma.

Obras realizadas sobre soportes tales como el papel, la tela, el cartón o la madera llevan en sí mismas la carga histórica y estética que representa cada elección, a la vez que definen los márgenes de un lenguaje signado por otros materiales que intervienen en el diálogo de acuerdo con la técnica utilizada. En lienzos como El Muro (1991/1997), densos y superpuestos planos de óleos rojos y negros se interrumpen, se quiebran ante la irrupción, la liberación de fragmentados restos de partituras, trazos y caligrafías que acentúan la cesura. La evocación del Berlín de 1989 es inevitable...

El papel, por su parte, no aligera ni debilita el mensaje que quiere transmitir: en Trazos en el Muro (1996) o Días de diciembre I y II(1998), el material elegido por Abot acoge la presencia de grafismos y otros papeles, testimonios de palabras y acciones perdidas y pasadas.

Todo material usado, reciclado, se resignifica en su obra sin perder sus huellas, recuperando las marcas de lo que fue o de lo que no pudo ser. Comenta Abot a propósito de la producción de otro artista:

"(...)las maderas recicladas, ayer escalones de viviendas de un Madrid que ya no existe, desgastadas por el uso cargado de alegrías, de tristezas, de angustias, de dolor... ¿De cuándo son:... del Madrid de Goya... del de Valle Inclán... del terror de la Guerra Civil... de la angustia del hambre de posguerra?".1

Su oficio de pintor -¿y tal vez de sociólogo?- le permite reconocer que no sólo las iconografías y los motivos dialogan entre sí a lo largo de la historia del arte... Los materiales y las técnicas también lo hacen... ellos también son testimonios de ideologías muertas u olvidadas.

Otro aspecto que involucra esta dimensión material es el uso y función que Abot otorga al pigmento, al color. Rojos chorreantes, blancos y negros corrompidos o incipientes pero hirientes azules no sólo permiten la ancestral combinación entre dibujo e idea -como en Signos de mi ciudad II (1997), Negro y blanco (1997), Huellas sobre el negro I (2000), Presencia del azul (1999), Cuerdas para un rojo (2000), Partitura para un rojo (1997) o Rayuela roja (1996)-, sino que ellos mismos, a partir de su viscosidad, su aspereza o su saturada tensión cromática, pasan a disputar un protagonismo y una significación con la propia forma.

Un segundo eje, que transversalmente ofrece al espectador otras lecturas posibles pero siempre complementarias, es aquel que compromete al tiempo, los silencios, las cadencias, los contrapuntos... Abot tempera con recursos visuales una música en la que colores, trazos y pinceladas gruesas, restos de notación musical y planos superpuestos se tensan para ofrecer, en un universo aparentemente caótico, el orden implícito de la base matemática que ese arte conlleva. En algunas de las obras anteriormente mencionadas, como Pentagrama para un rojo (2000), Cuerda para un silencio (1999), Música callada (1996) o Sonidos para una pared (1997), el mensaje de lo visible parece hacerse presente en el silencio, en lo no mostrado, en el ritmo que marcan gruesas marcas de color o finos grafismos que "contrapuntean" el espacio de representación. Pero este ritmo, extraña alquimia entre lo dicho y lo callado, entre lo visible y lo oculto, no sólo se despliega en aquellos objetos cuyos títulos remiten al universo de los sonidos: sus series de banderas, ventanas, rayuelas, días y signos de su ciudad también evidencian estas cesuras y cadencias. Abot deja penetrar en su universo compositivo esas pocas marcas e indicios de la realidad exterior si, y sólo si, se doblegan ante la fuerza del ritmo que definen las caligrafías, las líneas del grafito o el desplazamiento de las pinceladas.

Esta conciencia de un espacio y un tiempo que se interpenetran y se autorregulan, de silencios que señalan la métrica de lo decible, nos conduce a otra de las urdimbres que Abot entrelaza en su trama plástica: es la que remite al haiku, una de las más pequeñas formas literarias orientales (tres versos con una combinación de 5-7-5 sílabas respectivamente), cuyo origen se remonta al siglo XVII, a la obra poética de Basho Matsuo (1644 - 1694). Pese a su mínima expresión, el haiku exige una serie de reglas estrictas para su creación. No resulta sorprendente que esta forma literaria japonesa, anclada en la medida y la armonía de los tiempos y los espacios, haya atraído la atención de nuestro artista.

Haiku para el rojo y el negro (1999), Haiku para viejas banderas I y II (1999), Haiku para el negro (2000), Haiku del sol y la sombra I y II (2001), Haiku en rojo III (2001), son algunas de sus obras de los últimos años que identifican y evocan esa poética, que Abot resuelve mediante planos de color cuya disposición nos obliga a una lectura vertical -espacio y direccionalidad de la escritura japonesa-, y en la que nuevamente se imponen el ritmo y los hiatos.

Abot se nutre de esa retórica no sólo para la estructuración de su obra plástica, sino, lo que es más importante, para organizar su propia visión del mundo. En cada silencio están todos los silencios del mundo; en cada palabra, todas las palabras; en cada imagen, todas la imágenes. Y es precisamente una obra -Haiku para el estanque (2000)- la que nos abre las puertas del último eje de ideas que quisiéramos mencionar, ya que funciona como bisagra entre estas concepciones enraizadas en la literatura oriental y la mirada de quien supo encontrar en esta última laberínticos motivos para su propio pensamiento: Jorge Luis Borges.

En Haiku para el estanque, una figura ovalada de eje semi-inclinado se nos muestra como un signo, como un sello contenido en una forma cuadrangular y perforado por caligrafías que lo transitan, marcándolo y modificándolo. Encontramos este mismo sello en la obra de 1999 que Abot denomina El Zahir, sobre un cuento de Borges. Lo indescifrable de los grafismos que habitan la forma oblonga invita a pensar: es la palabra, todas las palabras. La rayadura de una incipiente grilla que organiza su espacio propone imaginar: es la forma, todas la formas.

En el universo borgeano de El Aleph, estas frases cobran un sentido denso. La simultaneidad de las existencias y de la miradas, el anverso y el reverso como una sola cara de las cosas, o la incertidumbre y la indeterminación -quimeras del mundo científico de la modernidad tardía- son desplegados en muchos de los cuentos del célebre amante de la otra gran cultura oriental: el Islam. Y es precisamente en El Zahir donde encontramos el indicio, la pista que Abot esconde -¿o señala?- por medio de su búsqueda estética.

Comenta Borges: "En Buenos Aires el Zahir es una moneda común, de veinte centavos; marcas de navaja o de cortaplumas rayan las letras N T y el número dos (...). Zahir, en árabe, quiere decir notorio visible; en tal sentido, es uno de los noventa y nueve nombres de Dios (...)."

Moneda marcada y señalada. Imagen o signo de lo visible, de lo uno y de lo múltiple. La poética de Abot no es ajena a estas consideraciones y son ellas las que le otorgan a toda su obra la posibilidad de infinitas aprehensiones del mundo -su mundo- en una sola imagen.

Tal vez otra frase de Borges haya resonado mil y una veces en la soledad de su taller, y pueda ayudarnos a concluir el periplo que la riqueza de su obra nos permitió recorrer: "(...) el mundo visible se da entero en cada representación".