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El ABC en el arte |
Gabriela Siracusano
Presentación de catálogo ABC del SUR. Buenos Aires, marzo de 2005. |
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“¿Podría hablarse de enunciado si no lo hubiese articulado una voz, si en una superficie no se inscribiesen sus signos, si no hubiese tomado cuerpo en un elemento sensible y si no hubiese dejado rastro – siquiera por unos instantes – en una memoria o en un espacio?
La pregunta formulada por Michel Foucault en los años ´70 merece atención. Los esfuerzos denodados de una tradición artística occidental – gestada durante siglos - por la captura de una realidad ilusoria dentro de un marco y el ocultamiento de su soporte, junto con la marca de su hacedor, no fueron en vano y la pregunta, todavía hoy, necesita estar presente. Nos habla de la importancia de aquello que contiene y permite lo dicho, la base sobre la cual se asienta, sea materia o memoria, el contrapunto de la idea.
La obra de Jorge Abot nos permite intervenir en esta ecuación para encontrar sus matices, sus dobleces y sus estrategias. A él, los años ´70 lo encuentran en España, dejando atrás una Argentina convulsionada, llevando equipaje, recuerdos y experiencias. Entre ellas, los tiempos de aprendizaje en el taller de Demetrio Urruchúa, aportes a los dominios del muro y sus texturas. Luego de trece años en la península, en contacto con otras labores, otras estéticas y otros artistas – como los que hoy comparten el espacio de esta muestra -, sus pasos retornan hacia el sur con un bajo continuo anclado en materias sensibles, signos y hiatos que transitan toda su obra.
Dentro de una abstracción que no es pura ni admite geometrías, Abot renuncia a la más mínima posibilidad de que el rastro de su huella se pierda en la superficie del cuadro. Como en el Opus Magnum, los materiales – pigmentos, óleos, carbones, ligantes, arenas, grafitos, polvos arcillosos, papeles engomados – se aglutinan en una alquimia en la que lo húmedo se conjuga con lo seco para dar cabida al signo. El gesto de la palabra escrita y la gruesa pincelada no podría darse sin el sustento y el protagonismo de los elementos. Ellos colaboran para que los mensajes expresados plásticamente por el artista se mantengan y se sucedan. Una poética que no está escrita en ningún tratado, en ningún Arte, pero que puede identificarse en los guiños que aquellos exhiben. ¿De qué forma?
En otro trabajo hemos enunciado la relevancia que cobra en la producción de Abot su interés por la poética oriental japonesa. Lo interesante es que ello se vincula no tanto con el dominio y los recursos de la imagen que pueden observarse en dicha tradición sino con el imperio de la palabra. Escrita, pintada, esgrafiada. En sus Haikus realizados entre 1999 y 2001 el pintor recupera la estructura rítmica de una pequeña forma literaria oriental del mismo nombre utilizada por Basho Matsuo en el siglo XVII. En la verticalidad de la composición y el uso de planos de color que generan cadencias y silencios visuales, con caligrafías ilegibles y trazos casi imperceptibles que surcan las superficies, lo visto sintoniza con el sonido de esa fórmula. Kaiku para el rojo y el negro (1999) muestra una disposición binaria de los dos colores aplicados sobre un tercero – que no desaparece – y sobre ellos el resquebrajamiento de una endeble figura de rayuela...¿la de la infancia que ofrecía saltos para llegar al cielo? ¿los restos de una antigua lectura? Quiebres y cesuras que nos sentimos obligados a vincular con aquello que no puede o no quiere decirse pero que se mantiene en la memoria y reaparece en cada creación.
“Cada silencio, cada sonido, cada forma, color o materia que creamos o utilizamos, lleva adentro de sí no sólo nuestra huella, sino que todos estos elementos están cargados de memoria.”
dice el artista.
La obsesión por el ritmo y la musicalidad del silencio transita toda su pintura. No sólo en su manera de manipular las formas y las pinceladas de color, sino también en la inclusión de partituras que, mediante la técnica de collage, selecciona y aplica. Su estampa, como ocurre con otros elementos de su obra, no se presenta de manera uniforme, clara y completa.
Fragmentada, interrumpida, sesgada de claves que la ordenen, la escritura musical impresa surge por momentos, por sectores, a veces definiendo límites y contrapunteando fragmentos de letra de periódicos, otras por debajo de lo matérico como una grilla.
Asimismo, el sonido – un sonido que pareciera sordo, lejano – es evocado en las aguas y los vientos y los pájaros enunciados en los títulos de varias pinturas: Canto para el negro (2001), Aguas de fin de año (2003), Cuerdas de arena (2003), Pájaros de abril (2004), Aguas de la memoria (2004), Aguas de Mayo (2004), Río amarillo (2004), como una gran panorámica sinfónica. El sonido, escondido y ahogado sobre un plano cargado de veladuras blancas, rosadas y verdosas en Sonidos para una pared (1997) – cuya composición parece haber intuido la armonía de la sección áurea – se muestra sin metáforas en las bandas de papel rasgadas que emulan los conductos tubulares por los que fluye el viento en un antiguo instrumento musical andino en Sikus de marzo (2004).
Y entre el sonido y el ritmo, el movimiento. Agua, aire y tierra manifiestan un sutil encuentro en Abot mediante el trazo enérgico de sus grafismos, el corrimiento de rectángulos que escapan a los ejes cartesianos, las chorreaduras de materia pictórica que testimonian un deslizamiento lento pero real, desafiando los obstáculos de superficies arenosas y ríspidas, como es el caso de Un Rojo, un negro (2004).
Etéreas, esclavas del viento y del movimiento, las banderas son un objeto ligado a la comunicación y, básicamente, a la identidad de un grupo humano, a veces con sentido celebratorio. La serie de banderas (Banderas de arena II y III, 2001 entre otras) que Abot crea, parecen eludir algunos de estos fundamentos. La pesadez y rigidez de su soporte – de madera y arena – las sojuzgan y avasallan, otorgando mayor identidad al material que a la forma. Lo representado termina a merced de la realidad plástica, la materia inerte del silicio devenida en cromatismos.
Ahora, esta sujeción a lo táctil y lo visual de los elementos propios del universo de cada obra, si bien avanza sobre lo representado, no lo niega. ¿Existe entonces una historia, un tema – por mencionarlo a la maniera antica - sobre el cual asentarse como espectador? En varias oportunidades, en escritos y entrevistas, el pintor ha transmitido su interés por el paso del tiempo y la localización de los momentos pasados. Por nuestra parte, hemos aventurado la impronta de sus lecturas borgeanas en la manera de concebir su pintura como el espacio finito que, a su vez, abraza todas las pinturas de quienes lo precedieron. Lo uno y lo múltiple. El Zahir (1999) es un indicio. Sin embargo, la pregunta que nos hacemos remite a una preocupación más llana: ¿cuáles son las coordenadas que permiten trascender este imperio de sustancias viscosas, duras o ásperas? Son las aguas de mayo y diciembre, es la noche, el sol y su compañera la sombra, son los días de enero y febrero, los pájaros de marzo y ríos amarillos, rosas rojas y negras, tiempos de azules o amarillos y otoños de negro, Madrid y Buenos Aires. Abot no reniega de esas señales de tiempo y espacio que lo conectan con la vida sencilla, con las sensaciones pasadas, la nostalgia y el origen.
Este último tema, el de la raiz, se presenta como un punto clave para concluir, por ahora, nuestro recorrido por la producción de este artista que, como el uruguayo Washignton Barcala y el chileno Patricio Court, construyó un buena parte de su propuesta estética dialogando con una recepción española contemporánea para luego retornar e insertarse en la esfera local y recuperar algo, esa parte propia que nunca dejó de estar. Existe un aspecto que llama nuestra atención si contemplamos la obra de los últimos años. Éste remite a una concepción binaria del espacio. Buscando el origen (1999) sea, tal vez, una buena entrada para descifrar maneras e intenciones. Un gran rectángulo macizo de orientación vertical dividido en dos partes casi iguales, de límites imprecisos, definidas por colores terrosos, “colores de la tierra” como se supo llamarlos hace mucho tiempo en estas latitudes. Sobre el plano más claro, incisas en éste, las huellas de una grafía y un signo – el de la rayuela – que se pierden en la saturación cromática de su par contiguo. Pares de opuestos que se complementan, mundo y contramundo, claridad y penumbra de un sistema bipartito que no es patrimonio sólo de esta pintura u otros dípticos - Paredes de arena (2003), Tinta roja (2004) -, sino también de las que en sí mismas contienen dicha replicación complementaria - Haiku del sol y sombra (2001), Aguas de Mayo (2004), Nostalgia de otoño (2003), Signos en la arena (2003), Pentagrama callado (2003) -, o incluso de trípticos como Paredes de arena + tinta roja (2004). Suturando estas paridades, una escritura que no termina de hacerse verbo y es pintura a la vez.
En la América andina de épocas remotas estas dos concepciones convivieron. Hanan y Hurin definían los espacios vitales y las vías de sociabilidad. Con el término Quillca la escritura y la pintura compartían una misma esencia. No es nuestra intención urgar en filiaciones seguramente descabelladas e inexistentes entre ambas miradas. Sólo darnos la posibilidad de tender lazos y contribuir a la riqueza conceptual de un artista que concibe su obra cargada de la memoria de los que la precedieron “con el aroma del tiempo que nos toca vivir”. Los vientos y los sonidos de un siku que sigue sonando.
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