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La escalera
Jorge Abot. Buenos Aires, 2007.
 
En 1963, después de recorrer el largo pasillo de un típico conventillo en la calle Carlos Calvo, subí por primera vez la escalera de metal que llevaba al taller de Demetrio Urruchúa. Durante seis años, los días viernes y luego los sábados, subía por esa escalera, muchas veces con mis trabajos aún frescos en espera del juicio del maestro.
No trabajábamos en el taller de Urruchúa. Llevábamos nuestras obras y el maestro las corregía. Le dábamos una excusa para volcar sus creencias, su modo de vivir y pensar el arte. A esta metodología hoy la llamaríamos “lectura de obra” o “clínica”.
El taller estaba en penumbras. Adelante, en una pared iluminada  colgábamos los últimos trabajos. A un costado, en un sillón, el maestro. Un asiento vacío era ocupado por quien esperaba una respuesta a sus trabajos. El resto, una platea numerosísima escuchaba.
Cuando ya teníamos cierto tiempo en el taller, el maestro nos convocaba a dar nuestra opinión sobre el trabajo de nuestros compañeros. Luego el tenía la última palabra.
Seguía el proceso de cada uno y direccionaba sus consejos, tanto que a veces estos nos parecían contradictorios. Trataba de despertar en cada uno creencia, fe y trabajo.
Creer es una hermosa palabra que contiene toda la historia del hombre, porque de la creencia parten todos los caminos y la fuente de la belleza  y el sabor de la vida....La duda y la incertidumbre son malas compañeras de un artista....”
“Es necesario quererlo todo y moldear con nuestras manos nuestro propio destino, porque así lo exige la función del arte.”
“La fe y la confianza serán eternamente los pilares de la vocación, el contenido de nuestra existencia y el fondo del arte.”
El trabajo.....exigía el compromiso del trabajo. Nada debía desviarnos del trabajo. Sólo y a través de él, podríamos expresar lo que la inteligencia organizaba y el espíritu del artista presentía. Por el trabajo conquistábamos el camino a la libertad, a la pintura, al arte.

Tiempos de lucha, creencias, utopías, de toma de posición. Estas luchas tenían su traducción en el campo cultural que se expresaban en antinomias simplistas, que según la pertenencia significaban la negación y la exclusión. Urruchúa no escapó a ellas. Sus series sobre “La guerra civil española,” “El ghetto de Varsovia”, “Argelia martir” o incluso sus estupendos trabajos sobre la Divina  comedia del Dante, lo redujeron a la calificación de “artista social”ó de artista que hacía  “arte político”.Toda su obra, sus murales, su pensamiento, su labor docente, fue  silenciada. 

El mundo actual poco tiene que ver con el mundo que le tocó vivir a Urruchúa.
De los proyectos de futuro de largo plazo hemos pasado a los proyectos de corto plazo.     No hay “mercado” para proyectos de una buena sociedad a largo plazo.

El trabajo se precarizó y dejó de ser el refugio seguro en el cual además se construía solidaridad y cooperación.

Los ciudadanos hoy son consumidores.
“La vida se transforma en un paseo de compras…  ..La historia se reduce al eterno presente….Se vive un juego de constante terminar y empezar de nuevo desde el principio……La felicidad se privatizó, es aquí y ahora y no es condición la felicidad de los demás.” (Ullrich Beck)

Obviamente el arte no escapa a este nuevo sistema de valores. 

Para Arhur Dantho la belleza es en el arte contemporáneo una opción y no una condición necesaria. Lo que importa es su significado. Y así entre el artista y público se crea la necesidad del decodificador.

La contemplación es reemplazada por la interactuación.
“Las obras de arte han dejado de ser autónomas y absolutas...”, y es el mercado el que les otorga valor y legitimación.
“El artista pasa de ser héroe y superestrella a convertirse en un prestador de servicios en la sociedad civil. El visitante de museos o galerías se convierte en héroe y superestrella equivalente como mínimo a la obra de arte y al artista”. (Peter Weibel, director del ZKM, Centro de Arte y Tecnología de Karl Sruhe, Alemania).

Cómo no va a ser un maestro olvidado o a olvidar Demetrio Urruchúa?

En septiembre de 1976 subí por última vez la escalera del taller. Fui a despedirme con angustia, partía a España. No podía irme sin saludarlo. “Hace bien en irse. No deje de escribirme, cuídese, no deje de trabajar. Todo va a ir bien”. Tuvo la gentileza de bajar conmigo las escaleras, muy lentamente. Creo que ambos sabíamos que esa era la última vez. Falleció dos años después.

Quince años más tarde volví al país. No sé que me impulsó a pasar por Carlos Calvo 1770. Nada existía. Todo había sido demolido. Ya no existía el taller.
Sin  embargo volví a subir la escalera de metal, traspasé la vieja y despintada puerta de madera. Y allí estaban charlando, discutiendo, entregando lo que siempre dieron a los demás: amor, belleza, creencia, fe, amor por nuestro país, ética. Eran los olvidados:   Urruchúa, Policastro, Fernando Spino, Roberto Arlt, Marechal, Murena, Tuñón, Vitullo, Spilimbergo, Manzi, Luis Franco, Sibellino, Delmonte, Pompeyo Audivert, Pilone,... y por la escalera seguían subiendo....